• 10 Feb 2019

Sobre arenales y bahías…

… ¡y más buenas gentes de Baja California!

Saludos desde Loreto. Tras haber recorrido nuestra “Baja Divide” particular, nos vamos acercando a La Paz; sin prisa pero sin pausa.

El 25 de enero enfilamos hacia Bahía Asunción y acabamos acampando en un salar, a mitad de camino entre El Vizcaíno y la bahía. Fue una experiencia muy gratificante: llegamos al punto de iOverlander antes de que anocheciera y estuvimos completamente solos, rodeados de desierto y salar hasta la mañana siguiente, cuando volvimos a la carretera. Ni siquiera los insectos nos molestaron. Tan solo un viento constante, pero no muy fuerte, que cesó por la noche.

Al día siguiente completamos los 58 km que nos quedaban hasta Bahía Asunción. Llegamos a la entrada del pueblo a media tarde. Rocío nos había dado el nombre de una señora que nos podría dejar acampar en su casa: Zoila Villavicencio. Y con esas señas nos plantamos en el pueblo, dispuestos a preguntar por ella hasta dar con su dirección.

Nada más llegar al pueblo, un grupo de tres preadolescentes en bicicleta se acercó a nosotros. Pak intuyó que una de las chamacas –eran dos niñas y un niño– se acercaba con la clarísima intención de interesarse por nuestro viaje; así que, ni corto ni perezoso, en seguida mencionó a doña Zoila. La escena fue de caerse de espaldas: la niña nos regaló un entrañable “es mi nana”, con una no menos radiante sonrisa. Era Marylin, una de las nietas de Zoila. De camino a la casa, nos estuvo contando que la mayoría de ciclistas que llegaban a Bahía Asunción llegaban con la intención de encontrar a su abuela o acababan alojados en su casa. De hecho, días más tarde descubrimos que ya hacía un par de días que nos esperaban. Rocío se había puesto en contacto con la familia y un cuñado de Zoila nos había visto salir de El Vizcaíno el día que acampamos en el salar.

Zoila, Nino y el resto de la familia –Marylin, Aracelia, Chico, Yovi, Tania, Allison…– nos acogieron a las mil maravillas. Tanto, que nos acabamos quedando todo el fin de semana. Nos prestaron un cuarto de la casa y la palapa para aparcar las bicis. Además nos enseñaron la preciosa Bahía de San Roque –donde “pescamos” unos erizos de mar–, Tere les pintó nuestro logo en la palapa, nos alimentaron con deliciosos manjares del mar, nos permitieron cocinarles tortilla y gazpacho –nuestras especialidades–, y, en definitiva, nos cuidaron como si fuéramos de la familia.

El 29 de enero salimos de Bahía Asunción, rumbo a Punta Prieta. Para no deshacer el camino por el que llegamos, decidimos ir “por la playa”, donde la carretera era supuestamente de terracería –o tierra. Sin embargo, no dimos con tal superficie hasta nuestra llegada –dos días más tarde– a La Bocana. En vez de eso, nos topamos con anchos caminos de arena, con diversas consistencias y texturas.

Eso nos obligó a, en la mayoría de tramos, no poder recorrer más de tres kilómetros seguidos encima de las bicis. Así que esos días estuvimos principalmente empujándolas durante horas, mientras las ruedas y las botas se hundían en la arena. El primer día, invertimos casi siete horas para recorrer menos de 36 km –hasta Punta Prieta. El segundo fueron más de diez horas, para poco más de 51 km –hasta La Bocana.

Por suerte, en Punta Prieta, Aracelia y Chico –hermana y cuñado de Zoila– nos acogieron en su casa y pudimos descansar, después de haber sudado la gota gorda arrastrando a Anacleta y FU.LA.NA. Gracias a ellos, logramos descansar y reponer fuerzas y así, el 30 de enero, poder acometer la ruta entre Punta Prieta y La Bocana. De nuevo, nos pasamos el día sudando, empujando mucho y rodando prácticamente nada.

Ese día llegamos con los últimos rayos de sol a Las Cabañas, un restaurante a pie de playa y al lado del estero. Allí nos dejaron acampar esa noche, pero antes nos permitimos el lujo de degustar, por fin, el callo de hacha –vieiras– de la zona. Plantamos la tienda de campaña ya de noche cerrada, en la misma arena de la playa.

A la mañana siguiente, para nuestro pesar, descubrimos que Anacleta tenía la rueda delantera pinchada. Y, por si fuera poco, tras reparar el pinchazo, la válvula de la cámara se rompió mientras Pak la hinchaba de nuevo con la bomba de mano. Por suerte, ese día íbamos a hacer pocos kilómetros –tantos como 21–, hasta Punta Abreojos. Eso nos iba a permitir descansar ese día, para así recorrer los más de 110 km hasta San Ignacio.

Pasadas las 12 del mediodía, nos despedimos del personal que esa mañana había en de Las Cabañas: Paulina, Emiliana, Héctor y Wilmer. Pese a que a la salida del pueblo nos topamos con un tramo en obras, a partir de ese día volvimos –por fin– de nuevo a la carretera.

Un par de horas más tarde llegamos a Punta Abreojos y, tras preguntar por el pueblo, acabamos en el restaurante Juanita, donde paramos a comer y aprovechamos para preguntar por un lugar donde acampar o alojarnos. Tuvimos la enorme suerte de que la vecina –pared con pared–, aunque no lo suele hacer, podía “alquilarnos” el apartamento por una noche. Pese que hacía meses que no pasaba nadie por allí, nos vino de fábula poder pasar allí la noche. Y encima pudimos reabastecernos en la tienda, justo en la calle paralela.

Y así fue como, el uno de febrero, recorrimos los 110 km que separan Punta Abreojos de La Casa del Cyclista en San Ignacio. La carretera está muy bien, sobre todo el tramo hasta el cruce con la carretera 1. Sin embargo, los últimos 25 km se hicieron bastante duros, debido a la cantidad de kilómetros, pero sobre todo por la peor combinación posible: ausencia de arcén, la cantidad de cuestas y el elevado volumen de tráfico, con muchos camiones en ambos sentidos. Por suerte, no fueron muchos kilómetros y justo a la entrada de San Lino ya encontramos el primer cartel para llegar a nuestro destino. El recorrido está muy bien indicado y es muy fácil llegar.

Con todo, llegamos a la casa de Othon –La Casa del Cyclista– pasadas las 4 de la tarde. No había nadie en la casa, pero otra pareja de ciclistas había llegado antes que nosotros: Kara y Alejandro, de Ciudad de México. También se dirigen hacia La Paz, como nosotros, pero ellos van haciendo tramos de la Baja Divide, a la vez que recaban información con intención de organizar una actividad eco-culturística para LADMEX.

Othon, Sugey y familia llegaron al rato y nos explicaron la mecánica de La Casa del Cyclista. Montamos nuestras respectivas tiendas y Othon se ofreció a abrirnos su restaurante a pie de carretera para que pudiéramos cenar: nosotros nos decantamos por el molcajete de marisco y unos tacos de pescado con los que literalmente nos chupamos los dedos, de rico que estaba todo.

Al final nos acabamos quedando tres días más. Los dos primeros hicimos un poco de turismo por la zona: Erik, el hijo mayor de Othon nos llevó, junto con Kara y Alejandro a ver las pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco. Kara y Alejandro querían visitarlas, nos lo propusieron y Othon sugirió ir a visitar esas. Pese a que no es una zona muy grande y está un poco apartada, el hecho de tener un chófer y la obligación de ir con un guía que da acceso al recinto hicieron la visita muy interesante y mereció la pena – sobre todo al descubrir que tienen más de 10.500 años.

Una vez de nuevo en la casa, decidimos ir a comprar al supermercado al lado del restaurante de Othon. Pasamos a saludar y la familia al completo estaba acabando de comer. No desaprovechamos la ocasión y preguntamos si podíamos hacer lo propio, a lo que Othon no tuvo objeción alguna. Además, nos contaron que había llegado otro ciclista español. A la vuelta de hacer la compra, un motorista –Connor, de EUA– había llegado a la casa y estaba plantando su tienda. Iñigo, el ciclista español de quien nos habían hablado, estaba escribiendo en el libro de visitas.

No hablamos mucho con Connor, el hombre era simpático a la par que reservado. Iñigo nos contó sobre la empresa de actividades de aventura que tiene junto con su hermano: Aventura Sobrón. También nos contamos cada uno un poco sobre los respectivos proyectos y nos alegramos de saber que también iba hacia La Paz. Como va más rápido que nosotros, nos dimos los datos de contacto para que nos vaya contando de los lugares por los que va pasando.

El segundo día, por la mañana nos despedimos de Iñigo, quien prosiguió su camino hacia Santa Rosalía y San Lucas. Kara se levantó con gripe y Alejandro con un isquiotibial resentido del recorrido por arenales de los días anteriores. Más tarde, Erik nos llevó, junto con su hermano pequeño y con Alejandro, a la Laguna de San Ignacio. Eso permitió a Alejandro poder ver cómo es la ruta –puesto que forma parte de la Baja Divide– y nosotros aprovechamos para subirnos a una lancha de Pachico’s Eco Tours y poder ver ballenas grises. Pese a que nos tocó compartir el tour con una familia de Ciudad de México –cuatro adultos y tres niñas–, un tanto pesada y desagradable; disfrutamos mucho de la experiencia: vimos una docena de ballenas en total, incluidas dos madres con sus respectivas crías; si bien también es cierto que no se acercaron demasiado. Se acercaron un poco más unos delfines que pasaron por debajo de la lancha y un lobo de mar.

A la vuelta del tour, la barca no se pudo acercar a la orilla, puesto que la marea había bajado. Mientras algunos miembros de la familia mexicana seguían quejándose a un “Trolas” cargadísimo de paciencia –Miguel Ángel, el capitán de la lancha–, nos descalzamos y anduvimos hasta la orilla, junto con el padre, quien llevó a la hija pequeña a hombros. El tour acabó con una deliciosa ronda de tacos de pescado para los cinco: Erik y su hermano, Alejandro y nosotros dos. Además, Ruby, la guía, nos contó la historia de Pachico, el primer pescador que tuvo contacto físico con una ballena gris y cambió por completo la percepción que se tenía de este animal.

Al llegar a la casa, Connor ya se había ido –no nos pudimos despedir de él. A Pak le dio por ir a dar una vuelta por San Ignacio, mientras Tere quiso quedarse y pintar nuestro logo en la pared de la casa. Ambos coincidimos más tarde, junto con Othon y familia, Kara y Alejandro, en el centro de San Ignacio. Nos tomamos algo en la heladería del pueblo –tienen un delicioso “pay” o pastel de dátil– y luego volvimos los 8 a la casa en el coche de Othon.

Acabamos quedándonos en San Ignacio otro día. Aprovechamos el día para finalmente descansar y no hacer gran cosa. Aun así, Tere pintó otro dibujo para La Casa del Cyclista: Sugey y Othon en su tándem. Por la tarde nos dimos otro paseo por San Ignacio y nos hicimos con un bote de pintura para poder completar el dibujo. Antes de volver, vimos llegar a una pareja de ciclistas a la plaza del pueblo. Como entraron a preguntar a la ofocina de Kuyima tours, nosotros emprendimos el camino de vuelta. Pero al rato nos adelantaron e intuimos que acabarían en casa de Othon –y así fue. Nos presentamos, pero por desgracia no nos quedamos con el nombre del chico, belga él. Ella se llamaba Reme y se dirigían hacia el norte. Decidieron quedarse en uno de los cuartos, pues habían subido por La Cuesta del Infierno –que nosotros haríamos de bajada al día siguiente.

Después de cuatro noches en La Casa del Cyclista, el 5 de febrero nos despedimos de Erik y Sugey, primero, y de Othon, después, y nos subimos de nuevo a las bicis. Subimos las cuestas hasta el desvío al volcán de las Tres Vírgenes y luego bajamos hasta llegar a la Cuesta del Infierno –entre Santa Lucía y Santa Rosalía. Una vez en Santa Rosalía, nos hicimos con provisiones y con una nueva tarjeta SIM, esta vez de Telcel –Movistar apenas tiene cobertura en Baja California, y la conexión a internet es inexistente, haya cobertura o no.

Hechas las compras, seguimos por la carretera transpeninsular y, ya fuera del pueblo, unos perros se abalanzaron sobre Anacleta. Uno de ellos incluso acabó mordiendo una de sus alforjas traseras. El dueño salió a ver qué pasaba, pero el muy desgraciado no le dio ninguna importancia al hecho de que los perros –suelto ellos– prácticamente atacaran a una ciclista. Por suerte, Tere pudo seguir pedaleando en todo momento y nunca llegó a perder el equilibrio, quedando todo en un susto.

Esa tarde llegamos al camping San Lucas Cove. Fuimos a preguntar al restaurante y nos dijeron que acampáramos donde nos pareciera, que el encargado pasaría en algún momento, seguramente a la mañana siguiente. Así que plantamos la tienda mientras ya anochecía. Así acabó un intenso día con más de 90 km en las piernas y 840 m de desnivel positivo.

A la mañana siguiente decidimos darnos un “homenaje previo” y desayunamos en el restaurante del camping. Pak no pudo saciar su antojo de machaca, pero pudo dar buena cuenta de unos huevos con chorizo. Tere también se apuntó a la sesión de proteína con una “omelet” de la casa.

Ese día hicimos poco más de 51 km hasta Mulegé. Habíamos visto en warmshowers un anfitrión cerca del faro. Se trataba de un restaurante que contaba con una zona de acampada. Justo cuando estábamos llegando, los otrora dueños del antiguo restaurante nos indicaron el desvío a la zona de acampada. Pak fue a hablar con Yolanda y con Pancho y descubrió que el restaurante ya no existía, pero ellos vivían todavía en la finca y su hijo iba acondicionando la muy recomendable zona de camping –cuenta con baño y ducha con agua corriente, caldera de leña, mesas donde cocinar y mucho espacio donde acampar.

El 7 de febrero volvimos hacia Mulegé para retomar la transpeninsular, rumbo a Bahía Concepción. Sabíamos de varias opciones a lo largo de la bahía: las playas son espectaculares y todas ellas cuentan con algún tipo de infraestructura –palapas, zona de acampada, etc.– para poder pasar la noche. Ya estábamos avisados de que las primeras –Santispac, El Burro, El Coyote– iban a estar concurridas, así que nos decantamos por llegar a la zona de El Requesón y allí considerar nuestras opciones. Como a partir del mediodía se levantó un viento muy fuerte, al llegar a San Buenaventura nos salimos de la carretera para investigar en el restaurante a pie de playa.

Sabíamos por iOverlander que los propietarios permitían acampar –y el mensaje “Hot Showers”, visible desde la carretera también invitaba a pensar en esa opción. Por desgracia, el restaurante estaba cerrado, pero en seguida pudimos establecer contacto por señas con Olivia, quien nos abrió y confirmó que, efectivamente, podíamos plantar la tienda al lado del restaurante. Debido al viento, nos aconsejó situarnos entre la pared de los baños y una antigua caravana que tienen varada al lado de la terraza.

También nos abrió la llave de paso del agua de la ducha y encendió la caldera. Una vez instalados y duchados, apareció Gordon –el cocinero–, trasteando y llevando cosas de un lado para otro. Como vimos que andaba ocupado, fuimos a hablar un poco con Olivia y acabamos tomándonos unos refrescos y hasta nos acabó invitando a unos totopos con salsa.

A partir de entonces pareció como si el restaurante ya estuviera abierto. Llegaron un par de clientes. Más tarde, apareció Mark, el marido de Olivia. Seguimos hablando con ellos, también con Gordon. Nos contaron la historia de George, el loro de Olivia y Mark, quien acabó por llamarse Georgina cuando un veterinario les dijo que era hembra. Y así acabamos pasando una muy agradable tarde, mientras, fuera, el fuerte viento seguía soplando.

Por suerte, la noche fue bastante tranquila y con menos viento –algún camión que otro, pero poca cosa. A la mañana siguiente, le pedimos a Gordon algo de desayuno y nos preparó unas quesadillas con panceta muy ricas. Nos despedimos de él, de Mark y de Georgina y empezamos a subir la cuesta hacia Loreto.

Para nuestra sorpresa, justo a la altura de El Resquesón, nos encontramos con Kara y con Alejandro. Habían llegado la tarde anterior a la playa y habían decidido acampar para poder cruzar a la isla en cuanto bajó la marea –principal atractivo de esa playa. Kara ya estaba bastante recuperada de su infección, pero Alejandro aún andaba fastidiado de la pierna. Estaban esperando a que pasara el “camión” –autobús– para intentar pararlo y poder así llegar a Loreto. Les deseamos suerte antes de seguir nuestro camino y quedamos en mantenernos en contacto una vez una de las dos parejas llegara a Loreto.

Cuando el autobús hizo sonar el claxon antes de adelantarnos, entendimos que habían logrado subirse a él y que nos veríamos, con suerte, por la tarde, ya en Loreto. Ese día hizo bastante calor y, pese a que tuvimos viento de cola, éste fue siempre muy débil –nada que ver con la intensidad del día anterior. Por suerte llevábamos reservas de agua y, tras toda la mañana y primera hora de la tarde subiendo, el tramo de bajada hasta la granja El Rentoy se agradeció bastante. Aprovechamos para comer en el arcén del largo puente que hay en ese tramo, antes de proseguir con la última subida.

Y así fue como el ocho de febrero acabamos llegando a Loreto. A pocos kilómetros de la ciudad, recuperamos la conexión a internet y supimos que Kara y Alejandro ya se habían instalado en un camping en el centro. Se trata de un camping principalmente para caravanas, pero tienen la costumbre de aprovechar todos los huecos existentes y ubicar las tiendas de campaña entre parcelas o caravanas –lo cual no nos parece mal en absoluto.

Esta es la segunda noche que pasaremos en Loreto. Hoy nos hemos vuelto a despedir de Kara y Alejandro, quienes han vuelto a subirse a un autobús rumbo a Ciudad Constitución. Además, les hemos podido pasar información sobre dónde acampar, gracias a Iñigo –que nos mandó un par de mensajes esta mañana. Hemos aprovechado el resto del día para descansar un poco, después de una noche un tanto ruidosa… ¡cosas de las ciudades!

Todavía no sabemos si mañana emprenderemos el camino a Ligüí o si nos quedaremos todavía por aquí. Es sábado, en pocos minutos será la 1 h y el concierto en la terraza de algún bar cercano no parece que vaya a tocar a su fin. Ahora mismo, alguien está destrozando “Creep”, de Radiohead; para que veáis la falta de vergüenza y de complejos.

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